Nos dimos cuenta que nuestro problema tenía tres dimensiones:
la física, la emocional y la espiritual
y que, por tanto,
la curación tendría que producirse en las tres.
El cambio de actitud decisivo comenzó cuando admitimos que éramos incapaces de curarnos, que nuestra adicción era más poderosa que nosotros y nos había vencido. Asistimos a las reuniones e interrumpimos nuestras conductas. Para algunos ésto significaba no practicar ninguna actividad sexual, en solitario o acompañados, además de abstenernos de relaciones de pareja. Para otros significaba un periodo de abstinencia sexual con su cónyuge para poder recuperarse de la lujuria.
Descubrimos que éramos capaces de parar, que no satisfacer el hambre no nos mataba, ¡y que en realidad el sexo era opcional!. ¡La esperanza de libertad nació y comenzamos a sentirnos libres!. Con más ánimo para proseguir, renunciamos a nuestra obsesión con el sexo y con nosotros mismos, que nos empujaba al aislamiento, y nos volvimos hacia Dios y hacia los demás.
Todo esto nos aterrorizaba. No podíamos ver lo que había más adelante, salvo que otros habían seguido anteriormente ese mismo camino. Cada nuevo acto de rendición se asemejaba a un salto al abismo, pero lo dábamos. Y en vez de matarnos, ¡la capitulación mataba la obsesión!. Habíamos dado un paso hacia la luz, hacia un modo de vida completamente nuevo.
La fraternidad nos ayudaba a no sentirnos abrumados y a mantenernos alerta; era un refugio en el que al fin podíamos enfrentarnos a nosotros mismos. En vez de cubrir nuestras emociones con sexo compulsivo, comenzamos a exponer las raíces de nuestra hambre y de nuestro vacío espiritual. Y comenzó la curación.
Al enfrentarnos a nuestros defectos, sentíamos deseos de cambiar; el ponerlos en manos de Dios hizo que perdieran el poder que sobre nosotros tenían. Por primera vez comenzamos a sentirnos más cómodos con nosotros mismos y con los demás sin necesidad de recurrir a nuestra “droga”.
Tratamos de enmendar nuestros errores perdonando a cuantos nos habían ofendido y tratando de no ofender a los demás. Con cada enmienda, el peso de la culpa que nos atormentaba iba disminuyendo, hasta que pudimos erguir la cabeza, mirar al mundo a los ojos y respirar libres.
Comenzamos a vivir una sobriedad positiva, realizando actos de amor para mejorar nuestras relaciones con los demás. Estábamos aprendiendo a dar, y en la medida en la que dábamos, recibíamos. Conseguíamos lo que ninguno de esos sustitutos jamás fue capaz de proporcionarnos. Estábamos estableciendo la Conexión verdadera.
Habíamos llegado.
© 1982, 1989, 2001 SA Literature. Reprinted with permission of SA Literature.